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Siempre Llegan

Ayer eché al gato.
Se estaba volviendo raro.
Ya no observaba la pared durante horas.
No se revolcaba bajo la mesa cuando estrellabamos las botellas de puro curdas.
Entonces se convertía en un puercoespín. Esto es, casi todas las noches. Bebía de los charcos de licor. Aspiraba el humo de la tila y se abandonaba en un vaivén. Perdía su sigilo de gato al pisar los cristales...
Las esquirlas brillaban sobre su pelo cuando esto sucedía. Se dirigía a la ventana más próxima y comenzaba a aullar como un perro callejero mientras lamía sus heridas. Como terminaba por cortarse su lengua aspera de gato en esta acción autocompasiva, seguía aproximándose a los charquitos de licor para mitigar el dolor.
Tampoco se abalanzaba sobre los extraños...

Ya no sé qué pensar.
Ronronea, olisquea las botellas de lejía y salta a mi regazo cuando me tumbo a escuchar la tele mirando al techo. No sale de la buhardilla.

Le dejé en el tejado y empecé una nueva relación con mis cuatro paredes.
Por si acaso, la ventana sigue abierta y en la mesa nunca faltan una botella de oporto y otra de licor para la noches que avanzan.

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Raquel E. -

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